Autor: Juanma Barrios
Fuente: Lista de correos Andalucía Libre (abril 2007)
Aquellas jornadas gloriosas
Debió ser muy hermoso vivir las grandes movilizaciones de la Transición, estar en la calle junto a centenares de miles de personas el 4 de Diciembre de 1977 y participar en el referéndum del 28 de febrero de 1980. Los andaluces sorprendieron al Estado con una capacidad de movilización soberanista inesperada. Los intentos de dividir al pueblo andaluz con las cuñas del pequeño regionalismo (Almería, Reino de Granada, Andalucía Occidental y Andalucía Oriental…) fracasaron y la derecha debió guardarlas en el baúl de los recuerdos. Yo era un niño y aún tardaría en ser consciente de las conquistas de aquellas movilizaciones: una Andalucía con clara conciencia de su unidad y un estatuto de autonomía al mismo nivel, en teoría, que los de Cataluña, País Vasco y Galicia. La mayoría de los andaluces optaría a partir de entonces por depositar su confianza en el PSOE, mientras que los partidos que se identificaban como nacionalistas encontraban poca representación parlamentaria. El PSA, luego PA y hoy dividido en ambas siglas, no se comportaría como una organización nacionalista, sino como un mero aparato para repartir cargos con una praxis tan regionalista como los más casposos equivalentes de Valencia o Canarias.
De la práctica ausencia del nacionalismo en el parlamento andaluz durante un cuarto de siglo sólo cabe sacar una conclusión, a la gran mayoría de los andaluces les pareció suficiente con las conquistas soberanistas de entonces. Es más, tendencias hostiles a las autonomías y abiertamente centralistas han surgido con posterioridad y se vienen reforzando en los últimos tiempos.
Una tradición de lucha muy débil
Los andaluces sorprendieron con su soberanismo en la Transición y sólo entonces. Lograron unas conquistas importantes en un momento de crisis y deslegitimación del Estado, y luego se desmovilizaron. Creo que esta idea deberíamos de tenerla muy clara: Andalucía no ha supuesto un problema soberanista para España ni antes ni después de la Transición. Por supuesto que el historiador no está exento de prejuicios, pero hay algo relativamente fácil de evitar si uno quiere hacer una aproximación realista al pasado: no centrar la atención de manera obsesiva en unos acontecimientos para magnificarlos contra toda lógica. No podemos mirar fijamente a un lunar para acabar pensando que ese es el color de piel de la persona que tenemos delante.
Todo movimiento nacionalista vuelve su mirada al pasado para buscar una tradición de lucha que legitime sus reivindicaciones actuales, y hace una lectura sesgada de la historia en la que suprime aquello que no le interesa y realza lo que parece conveniente a la causa, haciendo muchas veces las lecturas más arbitrarias que quepa imaginar. La concepción burguesa del estado-nación que se difundió por Europa tras la revolución francesa fue maestra en estas lecturas del pasado, y el liberalismo centralista español no fue en absoluto ajeno a la tendencia. Tampoco lo fueron después los nacionalismos periféricos.
No voy a negar la importancia que para las luchas contra la opresión nacional tiene la creación de mitos, pero sí quiero marcar la diferencia entre un Karl Marx que se aproximaba a la historia con un rigor de cirujano y los creadores de genealogías patrias. El pueblo vasco ha destacado en la época contemporánea por su belicosidad y ha caminado con frecuencia con el pie cambiado respecto a los otros pueblos del Estado español. Sin embargo, el nacionalismo nace a finales del siglo XIX y las guerras carlistas no son “guerras de liberación nacional”, como pretenden muchos abertzales, sino levantamientos ultramontanos. Es cierto que los campesinos vascos al desear el retorno a un Antiguo Régimen idealizado defendían fueros y luchaban contra una modernización capitalista de la agricultura que amenazaba sus condiciones de vida, pero se movilizaban al grito de “¡Viva el rey absoluto y la Inquisición!”, consigna que aspiraban a convertir en realidad en toda España.
En cualquier caso vascos y catalanes pueden presumir de una tradición de lucha soberanista que ni por asomo tiene Andalucía que, insisto, poco puede mostrar antes de la Transición. Ya me referí en un artículo anterior al grave ridículo historiográfico que supone reivindicar desde el nacionalismo andaluz las luchas de los iberos ante la colonización romana, los levantamientos mozárabes contra el emirato, la resistencia de al-Andalus frente a los reinos cristianos o la rebelión morisca de las Alpujarras. Tampoco hay mucho que mostrar en la Edad Moderna, cuando el pueblo andaluz está configurando su propia personalidad en el seno de un gigantesco imperio multiétnico. La conspiración que la casa de Medina Sidonia promovió en 1641 queda como una anécdota protagonizada por unos nobles sin contacto con las clases populares si la comparamos con la exitosa independencia de Portugal y el aplastamiento a sangre y fuego de la rebelión catalana. Seis décadas después la monarquía poco centralista de los Austrias vivía una nueva y definitiva crisis. Andalucía estuvo con los Borbones durante la guerra de Sucesión (1702-1704) y contribuyó a la victoria de una monarquía más centralizadora. Nada de esto niega, empero, que los andaluces no hubieran configurado en los siglos precedentes unos rasgos diferenciales de Castilla y que éstos continuaran profundizándose.
En la Guerra de la Independencia los andaluces consiguieron, tras la inesperada victoria de Bailén, permanecer fuera del dominio francés durante un año y medio. Ningún tipo de protonacionalismo andaluz se manifestó entonces, sino una clara voluntad de liberar España del yugo francés. Andalucía fue literalmente expoliada por las tropas napoleónicas, que obligaron a pagar draconianas exenciones que dejaron al país en la postración económica. Hasta el siglo XVIII Andalucía había sido una de las zonas más prósperas de la Península, a partir de la invasión francesa su decadencia es evidente y por diversos factores, la mayoría autóctonos, quedará en la retaguardia del proceso de industrialización. Las razones del estancamiento andaluz y de la modernización vasca y catalana han sido estudiadas desde numerosos ángulos y ningún estudio serio ha constatado que los andaluces vivieran como un pueblo colonial subyugado por España, como algunos nacionalistas han afirmado.
En la revolución liberal del verano de 1835, que se inició tras una mala corrida de toros en Barcelona y se extendió como un reguero de pólvora hacia el sur, Andalucía se manifestó como un territorio afecto a los liberales y en consecuencia centralista. España ya estaba reducida más o menos a sus fronteras actuales, pero seguía lejos de cualquier cohesión cultural, social o económica. La construcción de un estado-nación español era una tarea ardua. Se me permitirá que cite aquí un significativo texto de Richard Ford, viajero romántico que escribió la Guía de España (1845) más popular del siglo entre sus compatriotas: “El término genérico que abarca España, necesario a geógrafos y políticos, está calculado para confundir al viajero. Nada hay más vago e inexacto que afirmar cualquier cosa sobre España, o los españoles, como predicado común a la heterogeneidad de sus partes componentes. Las provincias del Noroeste son más lluviosas que Devonshire, en tanto que las mesetas centrales se encuentran tan calcinadas como las de Berbería. Opongamos al rudo agricultor gallego el laborioso artesano de la Barcelona industrial. Los alegres y sensuales andaluces son esencialmente distintos entre sí como los diferentes personajes que nos ofrece una misma farsa teatral”.
El camino hacia el estado-nación y la modernización capitalista no iba a ser nada fácil dado el carácter conservador de un liberalismo elitista que miraba con profundo recelo a las clases populares. En 1868 se abrió un ciclo de cambios que desembocarían en la I República y poco después en el fenómeno cantonal. Mucha imaginación se ha puesto para ver en ello algo de nacionalismo andaluz. El cantonalismo fue anticentralista, es cierto, pero no andalucista, sino municipalista. No olvidemos que la historia no sólo nos ofrece reinos tribales, feudos, imperios multiétnicos o estados-nación, sino también ciudades-estado como las de Mesopotamia y Grecia en la Antigüedad o las de Italia y Alemania desde el Medievo hasta el fin de la Edad Moderna. Mucho de municipalismo seguía habiendo en el federalismo que en 1883 dio a la luz la llamada Constitución de Antequera. Sobre el grado de implantación de este movimiento, que algunos califican de protonacionalista, tampoco hay que hacerse muchas ilusiones.
Tras la crisis de 1898 los nacionalismos vasco y, sobre todo, catalán comenzaron su andadura como movimientos modernos luego de un periodo de incubación. En Andalucía algunas personas quisieron impulsar movimientos similares, entre ellas Blas Infante. La integridad moral y el desvelo de aquellas personas por su tierra sólo pueden merecer elogios, pero una cosa es indudable, a su movimiento le faltó tiempo para superar sus muchas contradicciones teóricas, implantarse y lograr objetivos tangibles. Al lado de las duras luchas sociales y de las poderosas organizaciones del movimiento obrero, el soberanismo andaluz es casi anecdótico y sus intentos por difundir sus consignas regionalistas o nacionalistas, que de todo hubo, tuvieron una acogida muy limitada. Era lógico que una ideología interclasista como es el nacionalismo quedara descolocada en una tierra de agudos conflictos de clase y que, a diferencia de los catalanes, no veía discriminada su cultura porque, antes al contrario, había sido tomada como base de lo español.
Si la II República no hubiera sido guillotinada por un golpe de Estado militar-fascista, Andalucía se habría dotado de un estatuto de autonomía. Menos probable parece la irrupción de un partido nacionalista de cierta consistencia en el escenario político. El asesinato de Blas Infante no mató, sin embargo, la labor que junto a sus compañeros había tejido con paciencia en los lustros precedentes. La bandera, el himno, la noción de un pueblo andaluz por encima de su diversidad y la asociación de las consignas soberanistas con demandas sociales dejaron una semilla que germinó entre las grietas de la crisis final del franquismo.
Análisis viejos en una realidad que ha cambiado
Los movimientos políticos nacionalistas se elevan sobre los sentimientos de un pueblo que se siente oprimido por otro, e intentan dotarlo de unos programas políticos y organizaciones para transformar esos sentimientos nacionales en un motor de transformación que permita alcanzar unos objetivos soberanistas. La izquierda pretende, además, incorporar un contenido social. Sentimientos protonacionalistas o nacionalistas existieron en la Transición y se tradujeron en conquistas que no cabe menospreciar, pero poco de aquel espíritu queda, porque el pueblo andaluz se dio por satisfecho con sus logros. Tratar de convencer a millones de andaluces de que son una nación que debe aspirar a más soberanía o a la independencia me parece una tarea de colosos y de dudosa utilidad. Creo preferible dedicar los esfuerzos a crear conciencia de clase, que ya es bastante difícil. Marx veía en los irlandeses un pueblo insurrecto, Lenin en los polacos, Joaquín Maurín en los catalanes; sus luchas les parecían palancas con las que subvertir estados burgueses. Donde no había tales conflictos, no se dedicaban a desarrollarlos, sino que centraban sus esfuerzos en lo que ellos estimaban prioritario. A un nacionalista “puro” no le voy a reprochar que dedique todas sus energías a crear conciencia nacional, pero a los marxistas que a su vez se definen como nacionalistas andaluces sí, y este es el fondo práctico de la polémica que planteo. Algunos dirán que las luchas sociales, ecologistas o feministas están de capa caída, y que en general la sociedad está apolitizada. Si bien es cierto que la izquierda arrastra una grave crisis organizativa y que el conservadurismo ha progresado ampliamente, no puede negarse que hay fuertes sentimientos de opresión y descontento por despolitizados que estén (explotación laboral, paro, vivienda, preocupación por el cambio climático, etc.) que pueden ser el caldo de cultivo para edificar organizaciones socialistas. Es una tarea difícil, obviamente, pero hay desde luego amplios colectivos sociales a los que dirigirse, algo que no tienen los que levantan la bandera de la independencia. En Andalucía sólo hubo un sentimiento soberanista y una movilización de masas en la Transición, incubado en el calor de las movilizaciones obreras y democráticas; después un hermoso recuerdo que hoy no significa nada para quienes no lo vivieron en edad política. La primera manifestación a la que acudí en mi vida fue contra la OTAN en vísperas del referéndum; luego vinieron las masivas protestas estudiantiles del curso 1986-87, varias huelgas generales, el movimiento de insumisión al servicio militar, las protestas contra la primera guerra del Golfo… Pero ninguna señal que permitiera intuir un soberanismo latente. A pesar de todo, algunas organizaciones de izquierda mantenían discursos nacionalistas e incluso independentistas. Yo escuchaba con esperanza a los que me hablaban de ese pueblo andaluz que trastocó los planes del Estado y nos puso en los vagones de primera del autogobierno. Pero lo que nunca pude es compartir su entusiasmo porque el paso del tiempo demostraba que aquel incendio se había apagado para no reanimarse. Si intento abrir hoy un debate es porque he constatado durante largos años la creciente esterilidad de los planteamientos soberanistas.
En el Estado español la izquierda radical ha sido seducida por las fuerzas nacionalistas de una manera excesiva. En los años 80 el paradigma era el independentismo vasco; en la segunda mitad de los 90 quedó deslumbrada por la fuerte irrupción del BNG y en los últimos años descolla ERC. Si la pujanza de estos movimientos nacionales justifica estrategias soberanistas en esos lugares, en el resto del país no, o al menos no con la desmesura con que alguna organización ha acogido toda reivindicación nacionalista, por minoritaria y pintoresca que sea. En Asturias, Aragón, Canarias, Castilla… hemos visto a marxistas revolucionarios intentando ser los campeones de causas nacionalistas de dudosa consistencia, sin darse cuenta de que se aislaban de la mayoría de los trabajadores y oprimidos con discursos etnicistas desenfocados. Se comprende la repugnancia contra la monarquía, la bandera rojigualda y el ultraespañolismo del PP, pero no es la fragmentación de España en multitud de entes soberanos el camino de la lucha. El cantonalismo fue una reacción desmedida e inoperante contra el centralismo liberal-conservador del reinado de Isabel II. Hoy vivimos en un estado de autonomías en el que cada una defiende más o menos su identidad, y la cultura andaluza no es tomada como la base de lo español como lo fue en la Restauración y en el franquismo. Miremos a nuestra realidad sin las lentes hoy ralladas del pasado. Hace falta ser un andaluz con más de 40 años para haber vivido con edad política las movilizaciones de la Transición. Para los demás aquello es un pretérito acontecimiento histórico cuyo espíritu no ha sido revivido por ninguna movilización soberanista ulterior; sólo hemos conocido veinticinco tranquilos años de desarrollo estatutario y una población acomodada a él. La última oportunidad que se ha presentado de reabrir en la sociedad la cuestión soberanista ha sido el referéndum autonómico, pero éste ha pasado sin pena ni gloria porque a la gente el tema no le interesaba ni había organizaciones nacionalistas importantes capaces de animar el debate.
Así de triste y así de claro. Los sentimientos regionales o patrios de la gran mayoría de los andaluces carecen hoy de dimensión soberanista y si algo parecido aflora en algún momento, es por el agravio comparativo fomentado por la prensa madrileña contra Cataluña y el País Vasco.
El nuevo estatuto de autonomía, rechazable por muchos motivos, da sin embargo un paso adelante al reconocer Andalucía como “una realidad nacional”. Ojalá la mayoría de los andaluces lo creyeran así. A los que me han reprochado un marxismo cerrado que se olvida de promover la conciencia nacional, les diría que no confundan esta tarea con divulgar consignas soberanistas e independentistas. Les recordaría también que el problema jornalero que tan importante fue en el pensamiento de Blas Infante y que todavía coleaba en los años 70 es ya hoy poco relevante y cuenta con un factor nuevo, la masiva incorporación de emigrantes (magrebíes, ecuatorianos, polacos…) a los que nada aporta el andalucismo. Les pediría que no olvidaran el intenso crecimiento económico vivido en las últimas décadas que ha hecho que Andalucía deje de ser una exportadora nata de fuerza de trabajo a ser importadora. Les insistiría en que son factores comunes a toda España, como la especulación urbana, los que están destruyendo nuestro paisaje y nuestras localidades históricas…
En suma, a los soberanistas andaluces les sobra memoria histórica mal entendida y les falta una mirada lúcida al presente. Se les podría aplicar perfectamente esta reflexión de Trotski: “Los «ultraizquierdistas» detienen su análisis justo donde éste comienza. Oponen a la realidad un esquema prefabricado. Ahora bien, las masas viven en la realidad. Y por esto el esquema sectario no tiene la menor influencia en la mentalidad de los obreros. Por su misma esencia, el sectarismo está consagrado a la esterilidad".
La autodeterminación no la reclama hoy nadie en Andalucía, está fuera de la agenda política desde que este país se dotó de un estatuto de autonomía con amplias competencias luego de una lucha de masas en la Transición. Un reciente referéndum ha demostrado por activa o por pasiva que la gente sigue cómoda dentro del modelo autonómico. Y pregunto: ¿Para qué querríamos un referéndum de autodeterminación en el que el 95% de la población emitiría un voto negativo, con riesgo además de generar una reacción españolista en una parte importante de los andaluces?. ¿Es que somos masoquistas?. En Escocia los nacionalistas declaran que si ganan las elecciones convocarán un referéndum de autodeterminación; obsérvese que hablan de ello porque tienen posibilidades de ganar primero una convocatoria electoral. Los independentistas vascos y catalanes lo reclaman, pues no en vano las formaciones nacionalistas suman mayoría de votos y la victoria entra dentro de lo posible. Los gallegos del BNG, sin embargo, concientes del alcance limitado de sus fuerzas, hablan del tema bastante menos y depositan su esperanza en una futura correlación de fuerzas más favorable. En Andalucía, sin embargo, algunos se empeñan en poner la autodeterminación como primer artículo de cualquier iniciativa que se pretende colectiva; a los que con un poco de sentido común señalan que semejante demanda no puede ser prioritaria en los momentos actuales, pero sin pedir a nadie que renuncie a sus creencias políticas, los tachan de españolistas.
Estaría bien que el estatuto de Andalucía y la Constitución española reconocieran el derecho a la autodeterminación del pueblo andaluz. Pero entre tantos derechos de esos textos que no se cumplen y otros muchos que hay que conquistar, es preciso establecer prioridades, y no lo es algo que ni siquiera conviene poner en práctica con la presente correlación de fuerzas.
Un arma sin filo
El discurso soberanista es una de esas armas pesadas y de filo gastado que acarrea la izquierda andaluza año tras año a pesar de comprobar su completa inutilidad. A las tradicionales divisiones entre reformistas y revolucionarios, anarquistas y marxistas, estalinistas y trotskistas… se añade la de nacionalistas y españolistas. Pero lo peor de todo es que quien hoy intente acercarse a los jóvenes izquierdistas enarbolando banderas soberanistas está condenado a conocer una amarga indiferencia. Hay que poner los pies en la realidad y ajustar a ella los programas y las consignas. No quiero con ello decir que los marxistas deban abandonar la crítica de los mitos del nacionalismo español y sus consecuencias negativas, que no deban explicar la pluralidad de España y el carácter nacional de Andalucía. Pero esta es una tarea delicada, que implica hilar fino entre personas de izquierdas que se consideran a la par andaluzas y españolas, o incluso nada andaluzas, como los estudiantes y trabajadores de otras comunidades autónomas y los emigrantes que viven entre nosotros.
Seguramente hoy la perspectiva de una III República plurinacional, laica y social, tenga más potencial subversivo, más capacidad de aglutinar descontentos y más horizontes de probabilidad, que discursos andaluces soberanistas y una bandera blanquiverde plenamente institucionalizada. Sin embargo, hay militantes que para crear una “izquierda andaluza fuerte” equiparan la bandera republicana a la monárquica y reparten epítetos de sucursalistas, españolistas o centralistas. No se percatan de que la mayoría de las luchas que vivimos carecen de una dimensión propiamente andaluza y entran en la categoría de problemas de ámbito estatal que requieren solución estatal, cuando no europea. La propia erosión o desvirtuación del patrimonio y la cultura andaluza tienen mucho que ver con el cosmopolitismo globalizador y poco con la permanencia en el Estado español.
El 4 de diciembre de 1977 la consecución de soberanía para el pueblo andaluz era una prioridad y una poderosa palanca de lucha. Desde hace un cuarto de siglo no. Se eligió el 4D como alternativa al institucional 28F, pero nunca se ha vuelto a conocer una movilización significativa en esa jornada. Asumamos, pues, que el pueblo andaluz no tiene interés por cuestiones soberanistas, que a este respecto no es como el vasco y el catalán, y ni siquiera como el gallego. Afinemos nuestros discursos y ajustemos nuestra práctica a lo que somos para que la bandera que un día hondeó desafiante no se nos siga enredando entre los pies.